sábado, 15 de agosto de 2009

Dos años ya

Nasca, Ica, Perú.
Seis y media de la tarde, mas o menos.



Qué tristeza, cuánto dolor y desesperación que nos dio esa noche…

Estaba mareada, no pensaba, quería vomitar… y ni siquiera esta ebria, el colmo!!! Iba a morir sin saber lo que se siente meterse una bomba de aquellas. Cuándo? Cómo empezó? Ya terminó? Soy yo? Es la tierra? Es dios? Por qué? Por qué ahora? Por qué así?

Era de noche, el cableado se tambaleaba sobre mi cabeza... Se hizo la oscuridad, pero podía ver a la gente en la pista… los autos se detuvieron y los choferes se bajaron, querían por lo menos sentirlo … Entonces empezaron los llantos, los rezos de última hora, las despedidas y las mariconadas en su máximo esplendor. Qué cosa!!!

Y mis hermanos en el segundo piso de un supermercado, sin barandas, sin luces, sólo ellos… Aquí, en Nasca, todo lo importante está a cuatro cuadras, pero ese día algo quiso que yo estuviera a una cuadra de lo más importante en ese momento…

Cruzé la calle sin mirar, qué estúpida. Subí a la vereda para correr, aunque creo que nunca lo hice, qué tarada… La voz de un hombre me sacó de mi autismo temporal… ¡Esa pared se me venía encima y yo caminando hacia ella! Bajé de nuevo… Cuerpos y más cuerpos… Víctimas y héroes que no sabían… nada. Grité y no pude escucharme… Grité más fuerte y no me escucharon, qué tonta… como si a alguien le importara si vieron o no a mis hermanos.

Una mano me alcanzó, tironeando de la manga del abrigo, ¡Qué egoísta!. Mi buen amigo, en vez de enfilar a su casa, me había seguido en mi ruta suicida… con un celular en la mano, claro. Todavía no entiendo cómo hizo para no caerse de bruces… Moverse en movimiento no es tarea fácil. Debo admitir que en ese momento no tuve la más mínima consideración porque sólo me importaba entrar al supermercado, cuyo segundo piso era mi hogar, donde seguramente estaban mis hermanos.

Los muy imbéciles habían cerrado las puertas al apagón. Si, pues, para que los choros no entren ni salgan… Ahora no podían abrirla, la maldita reja estaba descuadrada y la gente agolpándose contra ella no ayudaba. Mi llave??? No se me ocurrió… No sé si la tenía, igual no hubiera importado, con la tembladera me hubiera sido imposible hacer encajar la maldita basura en la cerradura de porquería. Grité de nuevo y felizmente me escucharon, o me vieron… Sabían que de seguro había alguien arriba… Lograron abrir un poco la puerta y (no tengo idea cómo) me metí donde la gente trataba de salir… Me imagino que el gordo de Papanoel me pasó un poco de ese talento para meterse en las chimeneas de diez por diez.

Ya estaba adentro… pero seguía moviéndose, subir era, en el mejor de los casos, equivalente a varios miembros rotos. Entonces actuó Raúl, mi amigo, vociferó… Fue el grito por el cual le estaré agradecida toda mi vida. Yo no me atrevía a subir, pero tampoco quería darme con la sorpresa de que ellos estaban atrapados ahí… o peor, que no estuvieran. Inmediatamente aparecieron una Adri y un Enrique, abrazados a más no poder, aterrorizados… y empezaron a bajar (otra ya-saben-que más). Todo estaba hecho… ¡No corran! Les dije… y como buenos hermanos menores, se frenaron y, aunque 3 segundos más tarde, llegaron enteros a la primera planta.

Raúl se despidió de mí, no me acuerdo qué me dijo ni qué le contesté… Pero tanto él como yo entendimos: Cuídate y suerte.

La tierra seguía temblando… o eran mis piernas??? Dicen que fue interminable, yo no sé decir. Entonces llegó mi madre, que para su desgracia estaba muchísimo más lejos que yo. Llegó corriendo, después de caer al suelo tres veces, pero eso es otra historia. Sonó el teléfono, era mi padre, qué alivio, todos estábamos enteros.

Entonces observé el llanto colectivo, ya no fúnebre, si no de buen susto y adrenalina en todo el cuerpo. Volvió a sonar el celular, era mi tía, desde Lima, que se había enterado del epicentro porque su hija, que estaba en Miami, vio en la tele que Perú estaba siendo azotado por un terremoto catastrófico. Ella también lo había sentido, y tenía el deber de informar al resto de la prole si estábamos en problemas. La tranquilicé, lo cual me tranquilizó. Esa fue la última vez que usé mi preciado Siemens A56 color azul de pantalla naranja. El buen celular sirvió, y muy bien (considerando que las líneas habían colapsado), y luego no volvió a encender…

A la una de la madrugada nos despertamos con una réplica fuerte. El ventilador de techo se balanceaba (no lo usamos después de eso) y las cosas que no habían terminado de caer, lo hicieron. Paró. Y todos quedaron dormidos. Y fue cuando experimenté lo que pensé que nunca experimentaría: Perdí el control, temblaba, de pies a cabeza, sin poder hacer nada, y así me saqué todo el susto que me había aguantado antes. Mi madre me escuchó, como siempre, me abrazó y se quedó hasta que dejé de temblar, incluso cuando me quedé dormida.

El resto es historia. Descubrí que tenía un amigo de verdad; unos padres sin igual, un cariño fraternal tan grande como no imaginé; una idiotez circunstancial, repito, circunstancial; un autocontrol no tan controlado y la certeza de que Dios me quiere y me protege, aunque no le haya rezado en el momento crucial.

Amo los temblores porque te ponen al descubierto a ti y a lo que te rodea. Son los segundos en que la vida se simplifica: Vivir o no, con quienes y a costa de qué.